Wednesday, January 20, 2010

Proyectiva II (El embrujo griego)

Yo no había elegido esa mesa para que viniéramos las dos a cenar, era otra la que nos estaba guardada, en fin…, o mejor dicho, ya en el principio, ellos nos embaucaron diciendo que habían olvidado nuestra reserva, porque son unos irrespetuosos, estos griegos, siempre se creyeron la cuna de la civilización occidental. Cuando después de una serie de rodeos nos pudimos instalar, el lugar estaba a oscuras, nosotras éramos simbióticamente felices y teníamos dinero. Yo intenté prender la vela de la mesa (esa que iba pasando de mano en mano para augurar la suerte perra y siniestra de los comensales) con el soplo de mi risa (que ya sonaba a alcohol) pero no pude. Fue el camarero, el más caballero de todos los camareros que vi en mi vida, el que la encendió –qué repulsión me provocaba repulsión su mirada posándose en la vela y luego en mí y luego en la vela y luego en mí, pero puaj, que asco-. La comida, eso si, fue una maravilla, lo único bueno de la noche, si vamos a ponernos exigentes, además del vino. Me costó un poco, te voy a confesar, en un principio lidiar con esta compañía un tanto insoportable de los dos jóvenes que estaban hacia la derecha del lado de la ventana. Lo primero que me molestó fue esa actitud irreverente de hablarnos sin que nosotras siquiera osaramos en dirigirles la palabra ¿A qué semejante confianza? Habrase visto, estos griegos no se qué se piensan que son. Tuve que mirarlos primero a los ojos para mostrarles que con nosotras no se podían meter, porque nosotras, dos mujeres de Buenos Aires y occidentales y curadas de espanto sobre todo tipo de intenciones machistas subrepticias… en fin, tuve que seducirlos, mirá lo que te digo, para mantenerlos controlados, para demostrarles que nosotras sabemos bien lo que queremos. Una mirada un poco suave y malintencionada a los hombres los domina, los aquieta, los controla. En fin, este muchacho, el más simpático de los dos, estaba esperando a otra chica así que no me quedó más remedio que escuchar su romanticismo de griego excéntrico. Por suerte para nosotras, pronto empezó a sonar la música y no tuvimos que escuchar más ridiculeces. La música ¡otro disparate! ¿vos te lo esperabas? ¿te esperabas semejante alboroto? ¡ni que estuviéramos en las Cícladas! ¡ni que habitáramos el Panteón de Baco! ¡ni que nos hubiéramos subido a un crucero por el Mar Jónico! Pero no… vos no… vos, metida en tu imaginario canceriano y lunar, proyectabas la unión de esos ligados tradicionalmente por la sangre, la cultura, un sitema de creencias, un pa-triar-ca-do (¿escuchaste?) y la danza. Nada parecía desarmado ¿no? Claro, la señorita, con toda esa sarta de tradición canceriana, feliz, yo y mi Urano anarquista, explorábamos los recovecos de la pasión en una tesis mental titulada “la mujer como esclava y víctima del machismo en la Grecia Antigua”. Pero después de un momento de serias reflexiones, qué felicidad provocaría en nosotras ver el eje de lo vincular familiar armarse y desarmarse en un baile de música embriagadora. Padre-hijo; marido-mujer; hermano-hermano; novio-novia; primo-prima; cuñado-concuñado y todas las combinaciones posibles. Romper la unión perfecta del DOS hasta acabar en un circulo de montaña rusa embriagadas y girando de la mano del jefe de la tribu, nosotras mi amor, nosotras, ¡que somos matriarcales! ¿Hubo dos novias griegas bailando entrelazadas y extasiadas esa noche? En Grecia si las hubo, te voy a contar, habitaban en una isla particular y nos dieron un nombre, entonces, claro, eramos nosotras quien queríamos ser. Teníamos nuestro origen y de algún modo, pertenecíamos… (De la taberna Marplatense a Lesbos hay solo dos pasos, uno en el tiempo y otro en el lugar).
Pero no no no, me corrijo, hablo pavadas, nosotras NO pertenecíamos. Yo, en realidad siento un enorme desprecio por la danza griega y por los griegos y por toda su cultura. No me gustan, me parecen siniestros, me parecen invasivos, repulsivos, perversos, sucios, inmorales, irracionales, me dan ganas de vomitar. Me parece que cuando bailan sus caras se transforman en caras de monstruos salvajes, que cuando quieren seducir de repente invocan a algún diablo, a algún demonio pagano y antiguo, y entonces todas las mujeres caen como si fueran víctimas, como si fueran fieles.
Yo te rescaté mi amor, de ellos, de los griegos. Yo te pedí que nuestro dinero se lo ofrecieras a la odalisca y no al bailarín, solo para que nos mantuviéramos unidas esa noche. Solo para que recordáramos de dónde venimos y qué tradición nos une a nosotras (con la madre, la abuela, la matriarca, la diosa). Pero no me hiciste caso. Yo te quise rescatar y no me escuchaste, mas, ansiosa y risueña, volcaste tu billetera en las fajas del seductor. Caíste presa de su embrujo, de ese de los varones de la tribu. Yo soy la única de las dos que me mantuve pura en el amor de las mujeres, como las antiguas cazadoras, a mi sí que no me pueden engañar y mis flechas (las que salen de mis ojos) me salvan de las sombras. Yo soy toda claridad, toda claridad, te prevengo. Y si osan hablarme, envolverme, llamar mi atención, entonces los seduzco primero, los inmovilizo, les muestro que me importan tan poco como este vaso de vino. Yo los manipulo mi amor, yo soy una Bacante, una Medea, una Artemisa, una Venus, si querés. Ellos no me engañan, a vos puede ser, pero a mi no. No me envuelven con sus ojos hermosos, no me conquistan con su baile apasionado y orgiástico, absolutamente embriagante, de movimientos tremendamente seductores, con sus platos que se rompen en mil pedazos ante mis ojos embelesados, no me impresionan con sus saltos, no me deslumbran con su osadía, no me... No no no. Yo no. Tengo claro que no los deseo. Estoy segura. Vos sí. Yo no. No los deseo, yo no los deseo. Yo no.